EL ESTADO Y LA PROMOCIÓN DE LA FAMILIA (1997)[1]
Enrique Colom
1. Familia y modernidad
Los estudiosos de las ciencias humanas, desde la doctrina social de la Iglesia y la antropología filosófica hasta la historia y el derecho, coinciden en afirmar que la sociedad actual se encuentra en un momento di profunda crisis. La ideología de la modernidad ilustrada, tanto en su vertiente individualista como colectivista, ha supuesto un paso gigantesco en la promoción científica y técnica, pero no ha sido capaz de aportar un profundo crecimiento humano. Una de las causas (quizá la primigenia) de esta crisis estructural se encuentra en la polarización que hace la modernidad entre individuo y Estado. Ciertamente la vida humana se encuentra marcada por una tensión dialéctica entre su dimensión personal y su dimensión social; pero tensión no significa distanciamiento y, aún menos, contraposición; supone más bien íntima armonía que se refuerza mutuamente, ya que sólo a través de la relación con los demás, la reciprocidad de servicios y el diálogo con los hermanos, la persona desarrolla todas sus virtualidades y puede responder a su vocación[2].
Por eso un nuevo paradigma de sociedad debe evitar las patologías propias del individualismo institucionalizado[3], que tiende a reducir la persona a sus dimensiones económica y política[4]. Resulta urgente, por tanto, promover iniciativas que refuercen el tejido social e impidan caer en el mercantilismo o en la politización; debe incrementarse un humus de auténtica solidaridad entre las personas, las familias y las diversas comunidades; se hace necesario el esfuerzo por consolidar, también a nivel internacional, las «formas societarias» de ciudadanía. El alejamiento de las esferas de significado humano aumenta la entropía de los sistemas sociales, que pierden consenso (con-senso: sentir con otros) en los ámbitos vitales. Como reacción estos ámbitos tienden a replegarse sobre sí mismos: la autorreferencialidad del sistema se traduce en autorreferencialidad de los individuos, en pérdida de esperanza vital, en mengua de las energías personales.
De ahí la oportunidad de asegurar continuos y flexibles intercambios entre el sistema y los «mundos vitales»: se debe superar la contraposición entre la tesis pública del bien general y la antítesis privada del bien personal que, en la práctica, comporta una síntesis entrópica de conformismo estático y de alienación hedonista. El gran proyecto social del momento presente consiste en la mediación emergente de la esfera privado-social, como espacio para una gestión libre, subsidiaria y solidaria, fruto de la creatividad de las asociaciones autónomas con reconocimiento público y estable. Por eso se deben admitir en la teoría y favorecer en la práctica aquellos grupos sociales autónomos, que se encuentran en condiciones de alcanzar metas que trascienden los intereses sectoriales y elaboran objetivos comunitarios de tipo universal.
A través de estos canales socioculturales, todo el sistema recibe las contribuciones características de los mundos vitales, que estimulan una mayor apertura de los individuos a la vida social. El núcleo de estas iniciativas reposa en el concepto clásico de amistad social; su importancia reside en la atención que presta a los datos pre-políticos y pre-económicos de la vida cotidiana. Aquí se encuentran los múltiples organismos de solidaridad secundaria (voluntariado, ONG, etc.), como medio para instaurar un tejido social más autónomo, solidario y compacto, que ayude a redescubrir la médula de la sociedad civil. En este ámbito, y con mayor importancia todavía, se encuentran los grupos de solidaridad primaria, que son como el cañamazo de los mundos vitales; en modo primigenio la familia, que ha sido la proverbial víctima de la ideología moderna. La familia es la fuente radical de la sociabilidad y de una mediación humana llena de significado. Se hace necesario, por consiguiente, subrayar la subjetividad de la familia: «la persona es un sujeto y lo es también la familia, al estar constituida por personas que, unidas por un profundo vínculo de comunión, forman un único sujeto comunitario. Asimismo, la familia es sujeto más que otras instituciones sociales: lo es más que la Nación, que el Estado, más que la sociedad y que las Organizaciones internacionales. Estas sociedades, especialmente las Naciones, gozan de subjetividad propia en la medida en que la reciben de las personas y de sus familias»[5].
2. Comunidad familiar y vida social
La familia, junto con la religión, es la única entidad social constantemente presente en todas las civilizaciones. Como han mostrado repetidamente las ciencias humanas, la institución familiar se encuentra esencialmente ordenada a transformar lo que parece un organismo biológico en un ser humano, incluida su dimensión social, y la historia evidencia que en esta misión la familia posee un papel insustituible. No puede extrañar, por tanto, que la filosofía clásica haya dedicado a la importancia social de la vida doméstica diversos escritos: Cicerón la llamaba «principium urbis et quasi seminarium rei publicae»[6], para poner de relieve que la familia ocupa un puesto de primera importancia en la consolidación de la sociedad, en cuanto constituye su base.
El Magisterio de la Iglesia ha escrito muchas y excelentes páginas dedicadas a la vida matrimonial y familiar[7], también por lo que se refiere a su trascendencia social. Esto se explica porque el buen funcionamiento de la sociedad deriva, en gran parte, de una praxis familiar adecuada: la familia es la cátedra del más rico humanismo y la primera escuela de las virtudes sociales, que son el alma de la vida y del desarrollo de la misma sociedad[8]. Sólo en un hogar generoso se puede aprender la virtud de la solidaridad, del servicio mutuo y desinteresado, de la lealtad, de la honradez. También la familia debe dar a conocer, en forma apropiada, los peligros que comporta la convivencia humana y el modo de superarlos. En definitiva «el hogar constituye el medio natural para la iniciación del ser humano en la solidaridad y en las responsabilidades comunitarias»[9]. Se explica así que la Iglesia, con tenaz insistencia, exhorte a los fieles a no abandonar este ámbito, más aún, a que lo hagan objeto de un especial interés: «el matrimonio y la familia constituyen el primer campo para el compromiso social de los fieles laicos. Es un compromiso que sólo puede llevarse a cabo adecuadamente teniendo la convicción del valor único e insustituible de la familia para el desarrollo de la sociedad y de la misma Iglesia (...). Urge, por tanto, una labor amplia, profunda y sistemática, sostenida no sólo por la cultura, sino también por medios económicos e instrumentos legislativos, dirigida a asegurar a la familia su papel de lugar primario de “humanización” de la persona y de la sociedad. El compromiso apostólico de los fieles laicos con la familia es ante todo el de convencer a la misma familia de su identidad de primer núcleo social de base y de su original papel en la sociedad, para que se convierta cada vez más en protagonista activa y responsable del propio crecimiento y de la propia participación en la vida social. De este modo, la familia podrá y deberá exigir a todos ―comenzando por las autoridades públicas― el respeto de los derechos que, salvando la familia, salvan la misma sociedad»[10].
Esta certeza de la doctrina católica coincide con las conclusiones de los estudiosos del nacimiento, crecimiento y declino de las civilizaciones, como P. Sorokin y Ch. Dawson. Los trabajos de estos autores muestran que la vida de una cultura se encuentra en íntima conexión con la evolución de los valores familiares. Es una ulterior confirmación de las siguientes palabras del Santo Padre: «una Nación verdaderamente soberana y espiritualmente fuerte está formada siempre por familias fuertes, conscientes de su vocación y de su misión en la historia. La familia está en el centro de todos estos problemas y cometidos: relegarla a un papel subalterno y secundario, excluyéndola del lugar que le compete en la sociedad, significa causar un grave daño al auténtico crecimiento de todo el cuerpo social»[11]. Por institución divina el hogar es el alma de la vida y del desarrollo de la misma sociedad; «es la “célula original de la vida social”. Es la sociedad natural en que el hombre y la mujer son llamados al don de sí en el amor y en el don de la vida. La autoridad, la estabilidad y la vida de relación en el seno de la familia constituyen los fundamentos de la libertad, de la seguridad, de la fraternidad en el seno de la sociedad. La familia es la comunidad en la que, desde la infancia, se pueden aprender los valores morales, se comienza a honrar a Dios y a usar bien de la libertad. La vida de familia es iniciación a la vida en sociedad»[12].
Ya Aristóteles, y después los autores cristianos siguiendo sus pasos, describían la familia como una comunidad instituida por la naturaleza para el cuidado de las necesidades que se presentan en la vida cotidiana[13]. Quizá los menesteres más inmediatos son la alimentación, el vestido y la casa; pero no se deben infravalorar otras importantes necesidades que son, en modo primario e inmediato, competencia de la familia: el aprendizaje de la lengua y del trabajo, el descanso, el desarrollo cultural, el amor a lo bueno y lo bello, la convivencia humana, la autodonación, las virtudes naturales y cristianas, la hospitalidad, la religión, etc. Consiguientemente la familia debe ser tratada como el sujeto social fundamental (es decir, que sirve de fundamento) y esencial (que vivifica desde dentro) en la construcción de una auténtica comunidad humana y humanizante.
Por eso existe una íntima sinergia entre las dos sociedades naturales: la familia y la colectividad civil. Se trata de un círculo (que puede ser virtuoso o vicioso) entre la prosperidad (en sentido integral) de las familias y la prosperidad (también en sentido integral) de las sociedades: para que las familias cumplan sus cometidos es necesario el puntual apoyo de la sociedad, y para que la sociedad funcione como es debido se requiere el oportuno desarrollo de una vida familiar correcta. Sería, por tanto, pertinente tratar en este momento, tanto de las obligaciones sociales de la familia como de las exigencias familiares de la sociedad. Sin embargo, para centrarnos en el tema propuesto, nos limitaremos a considerar estas últimas, ciñiéndonos al tema de los derechos de la familia, al ámbito educativo, y hablaremos muy brevemente de los aspectos económicos, laborales, demográficos y asociativos de las familias. Antes de proseguir quisiera subrayar que hacer hincapié en la responsabilidad del Estado para con las familias no constituye, para éstas, la eximente de un posible despego y, quizá, abandono de sus deberes políticos; es más, el hecho de que la sociedad tenga la obligación de fomentar una sana vida familiar comporta un mayor empeño en las familias y en las asociaciones familiares, para exigir sus derechos y hacerse activamente presentes en todos los ámbitos de la vida social.
3. Los derechos de la familia
Desde las primeras teorías sobre la actividad política se ha puesto de manifiesto el papel sociopolítico de la familia, al constatar el mutuo vínculo entre la vida doméstica y la vida de la sociedad: en efecto, una comunidad tiende a institucionalizar aquellas realidades que considera verdaderamente importantes. Por eso, del modo de «gobernar» la familia se puede deducir el valor que le confiere la sociedad. En realidad la legislación y las instituciones sociales (organismos políticos, estructuras económicas, sindicatos, sociedades artísticas, asociaciones deportivas y de recreación) tienen un gran influjo para el desarrollo de la familia. Tales instituciones constituyen una piedra de toque para reconocer las profundas intenciones del Estado y su efectiva aceptación y aplicación (no sólo formal, sino real) de los derechos humanos: una sociedad que no fomente en modo práctico los derechos de las familias, difícilmente garantizará los derechos humanos de las personas[14]. Por ende un deber importantísimo de los gobernantes es, en sentido negativo, evitar todo aquello que degrade la genuina identidad de la familia y, en sentido positivo, fomentar todo lo que pueda garantizarla y favorecerla. Esto supone legislar y establecer instituciones que salvaguarden los valores familiares: respeto a la vida naciente, libertad efectiva (no sólo teórica) en la educación de los hijos, promoción de la intimidad y la convivencia familiar (número de hijos, cultura que no sea hedonista ni consumista, ayuda a los necesitados) y, más en general, la erección de instrumentos que favorezcan estos valores.
El cumplimiento de estas obligaciones estatales se podría concretar en el reconocimiento jurídico, cultural y práctico de los derechos de la familia. Tales derechos derivan de la misma naturaleza del instituto familiar, por eso no pueden ser condicionados por los poderes políticos y/o sociales que, más bien, tienen el deber de reconocerlos y de protegerlos. Esto se funda en que «el hombre no es él mismo sino en su medio social, donde la familia tiene una función primordial. [É De ahí que] la familia natural, monógama y estable, tal como los designios divinos la ha concebido (cfr. Mt 19,6) y que el cristianismo ha santificado, debe permanecer como “punto en el que coinciden distintas generaciones que se ayudan mutuamente a lograr una más completa sabiduría y armonizar los derechos de las personas con las demás exigencias de la vida social” (Gaudium et spes, 52/2)»[15].
Son evidentes los abusos cometidos por los Estados totalitarios respecto a los derechos de la familia; pero son igualmente graves y nocivos para la vida doméstica y social, aquellos abusos más sutiles de las democracias formales que no reconocen (al menos en la práctica) estos derechos[16]. Por eso la Santa Sede ha querido proclamar la «Carta de los derechos de la familia»[17]. El reconocimiento y la actuación de estos derechos exige un esfuerzo constante por parte de todos los componentes de la sociedad, especialmente del Estado y de las mismas familias; ya que, como es sabido, el sedimento cultural de los valores requiere la formación de actitudes intelectuales y morales que debe permear todas las realidades humanas: el hogar, la escuela, la cultura, la política, etc. Nadie, con independencia de la propia situación en la sociedad, puede sentirse dispensado de tal empeño.
4. Estado, escuela y familia
Entre los deberes propios de los padres, uno de los primordiales es la educación de los hijos. La importancia de la familia en la formación de la persona está constantemente presente en la Sagrada Escritura, en los escritos de los Padres y en el Magisterio de la Iglesia, y ha sido puesta de relieve en numerosos estudios psico-sociológicos. Esta influencia deriva de su misma naturaleza: el elemento más íntimo y fundamental del papel educativo de los padres se encuentra en el amor paterno y materno, que es puesto al servicio de los hijos para educir (educere: educar) de ellos lo mejor de sí mismos, en orden a alcanzar la propia plenitud; por eso el amor debe presidir todo el proyecto pedagógico de la familia, cuyo objetivo debe ser el crecimiento de la persona humana en vistas de su fin último, de su bien temporal y de su aportación a la vida social[18]. Los padres son, por tanto, los primeros responsables (en orden de tiempo y de importancia) en la educación de los hijos[19].
Aunque la familia es la primera, no es la única comunidad formadora: tiene necesidad de otras instituciones pedagógicas. Esto no significa que los padres puedan desentenderse de la educación de sus hijos, ni siquiera en aspectos aparentemente neutros. Es éste un grave derecho-deber que atañe directamente a las familias y también a toda la sociedad: «los padres, como primeros responsables de la educación de sus hijos, tienen el derecho de elegir para ellos una escuela que corresponda a sus propias convicciones. Este derecho es fundamental. En cuanto sea posible, los padres tienen el deber de elegir las escuelas que mejor les ayuden en su tarea de educadores cristianos (cfr. Gravissimum educationis, n. 6). Los poderes públicos tienen el deber de garantizar este derecho de los padres y de asegurar las condiciones reales de su ejercicio»[20].
La Iglesia señala que la escuela ha surgido históricamente como una institución subsidiaria y complementaria de la familia[21]; por eso la misión de la escuela es la de ayudar a la familia y no la de sustituirla. No hay que olvidar que la formación recibida en la escuela influirá decisivamente en las opciones que van forjando la vida de las personas. De ahí la responsabilidad de los padres de elegir cuidadosamente la escuela, para que ésta corrobore y fomente el anuncio de la fe y de los valores recibidos en el hogar. Más aún, los padres tienen el derecho (y frecuentemente el deber) de erigir entidades de formación general y profesional para sus hijos, donde se imparta una educación y una instrucción conforme a los propios deseos, en el cumplimiento de las justas exigencias del Estado que, en este caso además, actúa por delegación de las familias.
Los poderes civiles tienen, por tanto, la obligación de garantizar y las familias el deber de exigir una auténtica libertad de enseñanza, como parte importante de la libertad de los ciudadanos y de las comunidades menores. Y debe considerarse como un atentado contra los derechos humanos y, consiguientemente, como una injusticia la ausencia de apoyo económico por parte de la sociedad a las escuelas no estatales. En este ámbito, indica un documento de la Iglesia, «la función del Estado es subsidiaria; su papel es el de garantizar, proteger, promover y suplir. Cuando el Estado reivindica el monopolio escolar, va más allá de sus derechos y conculca la justicia. Compete a los padres el derecho de elegir la escuela a donde enviar a sus propios hijos y crear y sostener centros educativos de acuerdo con sus propias convicciones. El Estado no puede, sin cometer injusticia, limitarse a tolerar las escuelas llamadas privadas. Éstas prestan un servicio público y tienen, por consiguiente, el derecho a ser ayudadas económicamente»[22]. De aquí se deduce también el tesón que deben poner las familias para conseguir una escuela auténticamente libre, a través de las formas que reputen más convenientes, sin por ello tener que soportar un mayor gravamen económico o de cualquier otro género.
5. Otras obligaciones estatales
5.1. Economía[23]: La función económica de la familia se vislumbra en el origen etimológico de la palabra economía: ésta deriva de oikós, que significa casa, también en el sentido de hogar o familia. En efecto, la economía primitiva estaba íntimamente condicionada por las necesidades de la vida doméstica: antes de la revolución industrial la familia solía funcionar como una unidad económica en sentido estricto, tanto desde el punto de vista de la producción como del consumo. Actualmente, con la división del trabajo, el papel económico del hogar asume otras dimensiones, pero no ha desaparecido; es más, aún en los países desarrollados, una gran parte del ingreso, del ahorro, del consumo y de la inversión se realiza a través de las relaciones familiares. Todo esto manifiesta la delicada reciprocidad entre economía y familia, que requiere, por parte de las autoridades económicas y políticas, las adecuadas medidas para que tal conexión favorezca el crecimiento de las personas en cuanto tales.
Como subrayaba el Card. López Trujillo en un coloquio de ética empresarial, «los Papas han señalado principios, criterios y directrices morales para la vida económico-social, insistiendo en diversas obligaciones y responsabilidades de la empresa en relación con las familias. Recordemos los criterios sobre el salario familiar, los horarios de trabajo, el descanso dominical, la necesidad de revalorizar la maternidad, la importancia de la empresa ante el problema del desempleo y como soporte material para la familia, por citar sólo algunos temas»[24].
5.2. Trabajo: Una mutua y particular dependencia se encuentra entre la vida doméstica y el trabajo, en cuanto éste es normalmente el fundamento sobre el que se asienta la familia y la condición que hace posible constituir un hogar, a través de los medios de subsistencia que, en la mayoría de los casos, se obtienen con el trabajo. No menos importante que para la adquisición de bienes y servicios, conviene considerar el trabajo y la laboriosidad como medio de educación en la familia, ya que el trabajo constituye un sólido camino para crecer en humanidad y en santidad[25]. Por eso, con la Laborem exercens, «se debe recordar y afirmar que la familia constituye uno de los puntos de referencia más importante según el cual debe organizarse el orden socio-ético del trabajo humano. La doctrina de la Iglesia ha dedicado siempre una atención especial a este problema [... puesto que] la familia es, al mismo tiempo, una comunidad hecha posible gracias al trabajo y la primera escuela interior del trabajo para todo hombre»[26].
5.3. Demografía[27]: No es un secreto que los proyectos demográficos suelen plantearse con una gran carga ideológica; quizá en este campo como ningún otro se encuentra una tal discrepancia, en las personas que propugnan el control de la natalidad, entre las razones que se aducen para realizarlo, las razones íntimas para favorecerlo, y las razones reales por las que se aplica. Nadie puede eludir la gran responsabilidad que tiene en el modo de presentar la cuestión demográfica, sobre todo en relación con la vida familiar; esta responsabilidad, que atañe especialmente a las autoridades políticas, se podría resumir en cuatro puntos:
a) difundir la verdad, es decir estudiar con serenidad y hacer conocer con valentía la verdadera articulación que existe entre crecimiento demográfico y nivel de vida, entre los alimentos, los recursos y la población, entre la contaminación del ambiente y el número de habitantes del planeta;
b) defender la dignidad de la persona humana, que nunca puede ser tratada como un número o como un medio, ni siquiera en favor de la mayoría; por eso el Estado no debe permitir las presiones y los abusos intelectuales, culturales y políticos que se perpetran en este terreno;
c) salvaguardar la libertad de la pareja, que es a quien corresponde el derecho inalienable de decidir sobre el número de hijos, según una justa jerarquía de valores y de acuerdo con el orden moral objetivo;
d) implementar una política familiar correcta, que colabore en el desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres, aplicando los principios de solidaridad y de subsidiaridad.
5.4. Asociaciones familiares: El derecho humano de asociación encuentra un punto de referencia importante en las asociaciones familiares; la familia se constituye como un bien comunitario relacional, que no es ni puramente privado ni exclusivamente político; es lo que se suele llamar un bien privado-social, que favorece el crecimiento de toda la colectividad, sin que necesariamente deba ser absorbido ni administrado por los poderes públicos. Se trata del derecho que tienen las familias de promover asociaciones de ayuda mútua, para cooperar en objetivos comunes, como puede ser una agrupación de consumidores o de televidentes, una federación de familias con minusválidos, alcohólicos, drogadictos, desocupados, etc.
No es infrecuente que en este campo las legislaciones, la economía, la sociología y a veces la propia vida doméstica, se hallen muy atrasadas respecto a la misma realidad social. Por eso resulta imprescindible que el Estado favorezca las iniciativas necesarias para colmar estos vacíos, propugnando nuevas estrategias que permitan y faciliten la vida de estas entidades. Una sociedad compleja como la nuestra, podrá crecer y desarrollarse plenamente sólo a través del florecimiento de estas asociaciones autónomas forjadoras de un bien común relacional.
6. Conclusión
Podemos concluir con palabras del Conc. Vaticano II, recordando que «la salvación de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligada a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar»[28]. Y, como el deber prioritario, en cierto sentido único, del Estado es el crecimiento del bien común temporal, nada tiene de extraño su urgente cometido, que debe realizar sin injerencias impropias, de tutelar la vida de las familias.
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[1] Artículo publicado en «Familia et Vita» vol. II, n. 3, 1997, pp. 85-95.
[2] Cfr. Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 25.
[3] Las deformaciones de una sociedad colectivista, sobre todo desde 1989, resultan patentes a todos.
[4] «El individuo hoy día queda sofocado con frecuencia entre los dos polos del Estado y del mercado. En efecto, da la impresión a veces de que existe sólo como productor y consumidor de mercancías, o bien como objeto de la administración del Estado, mientras se olvida que la convivencia entre los hombres no tiene como fin ni el mercado ni el Estado, ya que posee en sí misma un valor singular a cuyo servicio deben estar el Estado y el mercado» Juan Pablo II, Enc. Centesimus annus, 1-V-1991, n. 49.
[5] Juan Pablo II, Carta Gratissimam sane, 2-II-1994, n. 15.
[6] M. T. Cicerón, De Officiis, 1, 17, 54; este principio clásico ha sido recogido, con palabras muy semejantes, en importantes textos internacionales de nuestro siglo, como la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU, 10-XII-1948, art. 16, 3.
[7] Véase el Enchiridion familiae recogido en la bibliografía. En nuestra época no puede olvidarse el meritorio esfuerzo del Pontificio Consejo para la Familia para difundir, en el pensamiento y en la práctica, las enseñanzas cristianas en este importante sector de la vida humana.
[8] Cfr. Conc. Vaticano II, Const. Past. Gaudium et spes, n. 50; Decl. Gravissimum educationis, n. 3; Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 42; Id., Carta Gratissimam sane, 2-II-1994, n. 17.
[9] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2224.
[10] Juan Pablo II, Ex. Ap. Chistifideles laici, 30-XII-1988, n. 40.
[11] Juan Pablo II, Carta Gratissimam sane, 2-II-1994, n. 17.
[12] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2207; cfr. Conc. Vaticano II, Decl. Apostolicam actuositatem, n. 11.
[13] Cfr. Aristóteles, Política, 1, 2, 1252 b 13-17.
[14] Todos los proyectos políticos, teóricos o prácticos, que han obstaculizado la familia (platonismo, comunismo, nazismo) acaban (y a veces empiezan) negando el valor único e irrepetible de la persona humana.
[15] Pablo VI, Enc. Populorum progressio, 26-III-1967, n. 36.
[16] Cfr. Juan Pablo II, Enc. Centesimus annus, 1-V-1991, nn. 46, 47 y 49.
[17] Este documento tiene su origen en una petición formulada por el Sínodo de los Obispos de 1980 (propositio 42) y recogida en la Familiaris consortio, n. 46; cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2211.
[18] Cfr. Conc. Vaticano II, Decl. Gravissimum educationis, n. 1.
[19] «Los padres son los principales educadores de sus hijos, tanto en lo humano como en lo sobrenatural, y han de sentir la responsabilidad de esa misión, que exige de ellos comprensión, prudencia, saber enseñar y, sobre todo, saber querer; y poner empeño en dar buen ejemplo. No es camino acertado, para la educación, la imposición autoritaria y violenta. El ideal de los padres se concreta más bien en llegar a ser amigos de sus hijos: amigos a los que se confían las inquietudes, con quienes se consultan los problemas, de los que se espera una ayuda eficaz y amable» J. Escrivá, Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid 199229, n. 27.
[20] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2229.
[21] Cfr. Pío XI, Enc. Divini illius Magistri, 31-XII-1929, AAS 22 (1930), p. 76.
[22] Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 22-III-1986, n. 94; cfr. Pío XI, Enc. Divini illius Magistri, 31-XII-1929, AAS 22 (1930), pp. 59, 63 y 68; Conc. Vaticano II, Decl. Gravissimum educationis, nn. 3, 5 y 6; Carta de los derechos de la familia, 22-X-1983, art. 5; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2229.
[23] Al tema «economía y familia» está dedicado el número monográfico de «Familia et Vita» vol. I, n. 2, 1996.
[24] A. López Trujillo, Prólogo a D. Melé (coord.), Empresa y vida familiar, Ed. IESE, Barcelona 1995, p. 14.
[25] En estos dos aspectos se vislumbra el doble significado objetivo y subjetivo del trabajo humano.
[26] Juan Pablo II, Enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, n. 10. No está de más aludir a las agudas reflexiones que la encíclica (n. 22) dedica al trabajo de las personas minusválidas.
[27] La revista «Familia et Vita» vol. II, n. 1, 1997, está prevalentemente dedicada al tema demográfico.
[28] Conc. Vaticano II, Const. Past. Gaudium et spes, n. 47; cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2250.